"Cleopatra fue ideada en estado de emergencia, rodada en plena confusión y estrenada en un incontrolable ataque de pánico". Joseph Mankiewicz, su director, resumía así, para su desesperación y agonía, lo que fue aquello. La historia es conocida: la producción más accidentada, el presupuesto más disparatado, la historia de amor más desenfrenada ('Le scandale')... Sobró de todo, menos sensatez en una película que agotó las hipérboles y los recursos de una industria entonces amenazada por la televisión. De paso, cortó la respiración del siglo.
Habría más extravagancias ('La puerta del cielo', 'Apocalypse now' o 'Waterworld'), pero ninguna definió los límites del placer autodestructivo, del exceso, como la desproporcionada locura que sirvió de escenario al romance, adúltero y bañado en alcohol, anfetaminas y deseo entre Liz -Elizabeth Taylor- y Dick -Richard Burton-. Ellos dos, acosados por las miradas de medio mundo, inventaron no sólo el comercio de carne fresca en la prensa rosa sino que gracias a ellos se definieron los límites de la sociedad de consumo tal y como la conocemos hoy; una sociedad entregada a devorar apetitos y anhelos insatisfechos en un universo eternamente adolescente.
Apenas acaba la versión oficial, la todavía editada en DVD de 243 minutos, y se antoja imposible obviar la sensación de que, definitivamente, ha pasado el tiempo. La idea de una macroproducción es ya otra. En el desfile de la faraona y emperadora (o al revés) atravesando el Arco de Tito es posible sentir aún el olor de la pintura fresca que cubre a los burros, a los elefantes, a los guerreros watusis y al catafalco sobre el que se alza, majestuosa, la semidiosa y su hijo Cesarión. A sus pies, danzarinas, enanos, magos mercuriales, ninfas bañadas en oro, caballos árabes, una esfinge tirada por tres centenares de esclavos nubios, la pirámide de la que surgen cientos de palomas y... dos huevos duros. Todo conserva el carácter artesanal de un caos orgánico en el que los 6.000 extras se amontonan como ofrendas piadosas al dios del disparate, al Hollywood dorado forjador de ensoñaciones imposibles. Nada que ver con la imagen perfecta generada por ordenador de cualquier 'blockbuster' reciente que, ya sí, supera en transparencia a la propia realidad.
El cine no es siempre lo que se ve, sino la historia de todo aquello que lo hizo posible y permanecerá por siempre oculto. Al fin y al cabo, todo éxito no es más que un fracaso malentendido
'Cleopatra', la película que se ve en pantalla, es apenas una sombra de lo que realmente fue (y aún es) aquello. La otra, la oculta por la gruesa capa del mito, la no-película, a la que ni siquiera consigue acercarse la propia versión del director de seis horas de duración (Mankiewicz quiso estrenar dos entregas), es la imagen perfecta de un desastre tan cabal y enorme que ya no puede ser considerado un simple e interminable rollo de celuloide sino algo más: la descripción más acertada de un Hollywood que se desvanecía como ese lugar extraño en el que el más grande de los sueños es necesariamente idéntico a la más insufrible de las pesadillas. Moría un Hollywood resplandeciente y, de sus cenizas, surgía otro, más sucio, más violento, menos elegante, en el que las estrellas ya no son piezas controladas por los grandes estudios, sino dioses caprichosos, coléricos e inmensamente poderosos; divinidades capaces ellas solas de controlar las mecánicas ocultas del deseo de una sociedad entera.
Repasar las grandes cifras de la película que empezara a rodar Rouben Mamoulian el 28 de septiembre de 1960 y que acabara, 29 meses después, en febrero de 1963, Joseph Mankiewicz se antoja un ejercicio entre lo irreal y el mareo. El costo total de una fiesta cuyo rodaje viajó por Inglaterra, Italia, Egipto y España ascendió a 44 millones de dólares. La película que hasta entonces ostentaba el récord era Ben-Hur que, con su carrera de cuádrigas y todo, había colocado la marca cuatro años antes en 15 millones. Originalmente, en la mente aún inocente del productor Walter Wanger, la película estaba destinada a costar apenas cinco. Recientemente, la revista 'Variety', ajustando inflaciones, calculó que en 1997, 'Cleopatra', tal y como se rodó, habría llegado a los 300 millones; 100 más que 'Titanic', por ejemplo.
Pero con todo, lo anterior no son más que apuntes contables. Lo que cuenta no es tanto la asepsia escalofriante de los números como el vértigo de la carne. Tremendo. Todo empezó mal. Wanger, cineasta independiente responsable de películas como 'La diligencia' o 'La invasión de los ladrones de cuerpos', convencía a la Fox, entonces con problemas financieros, para sacar adelante un viejo sueño: "La historia que quintaesencia la feminidad", según sus palabras. No era la primera vez que el cine se atrevía con la historia de la reina egipcia (ya la era muda regaló una versión protagonizada por Theda Bara), pero nunca antes con, en efecto, Elizabeth Taylor. Desde el momento que Wanger la viera en 'Un lugar en el Sol', el productor selló su destino. El de él y el de la propia historia del cine y, ya puestos, el del mismo amor. Suena exagerado y, en realidad, lo fue aún más.
Taylor firmó el primer contrato de un millón de dólares que conoció el cine y, acto seguido, contra la lógica meteorológica más evidente, se decidió reproducir el resplandeciente y tórrido Egipto en los estudios Pinewood de Londres. Por entonces, la diva ya acumulaba cuatro matrimonios. Recién casada con Eddie Fisher, el cantante y protegido de su difunto y último esposo, el productor Mike Todd, Liz aterrizó en una lluviosa y muy gris Inglaterra dispuesta a marcar su propio terreno. Permanentemente anestesiada por el alcohol o los sedantes, el rodaje se convirtió en una insufrible batalla contra el sentido común. El primer día se tuvo que detener el trabajo por un debate no resuelto entre peluqueros: el personal de la estrella y el de la productora. Y lo que siguió fue un complicado galimatías entre la impericia de un director que sólo había rodado una película en los últimos 17 años; un guión inacabado que no convencía a nadie; un set inmenso que incluía la reproducción entera de Alejandría, palmeras importadas de Los Ángeles y cuatro esfinges descomunales; y los caprichos de una mujer, asediada por la depresión, que pasó más tiempo en la clínica que en el trabajo. En enero de 1961, cuatro meses después de iniciado todo, se suspendía... todo. El resultado: apenas 10 minutos filmados y ni un solo plano aprovechable de Taylor. Se habían perdido, para empezar, 7 millones.
Era el turno para Mankiewicz. El director de dramas encerrados en la escritura detallada de los mecanismos de la ambición como Eva al desnudo era invitado rescatar al caos del propio caos. Desde luego, no parecía la figura más apropiada. Pero, cómo resistirse a la cercana posibilidad de la fortuna, del dinero. Con la ayuda del novelista Lawrence Durrell, la idea era volver a empezar para convertir aquello en un drama 'shakespeariano' más grande que el propio Shakespeare. Fue ponerse a ello y Taylor, no queda claro si por una doble neumonía o el simple destino, cayó en estado comatoso al borde la muerte. Es más, algunos periódicos llegaron a publicar el obituario. Una cicatriz en la garganta, vestigio de la traqueotomía necesaria, quedó como testigo indeleble de que las cosas siempre pueden ir a peor.
Lo siguiente fue sustituir al cásting completamente. El primer intento de contratar a Marlon Brando y Trevor Howard se desveló infructuoso por problemas de agenda. No hubo entonces más remedio que hacerse con los servicios de Rex Harrison como César y un gran actor del método hijo de una familia de mineros galeses y con fama difusa de seductor para el papel de Marco Antonio. Richard Burton entraba en escena como el único amante posible de la diosa. Y para siempre.
En septiembre de 1961 se retomaba el rodaje en Roma, en los estudios Cinecittà. Y allí que se trasladaba un equipo entero sujeto a las exigencias de una guión inacabado y una protagonista llamada Liz. Mankiewicz que rodaba de día y escribía de noche a un ritmo infernal que le colocó al borde del colapso (sufrió una dermatitis que le obligaba a pasear permanentemente con unos guantes) se vio obligado a ajustar la agenda de trabajo al ciclo menstrual de su estrella. Así lo confesó él en sus agrias memorias y así lo confirmó la propia Liz: "Si doy vida a la mujer más bella de la historia no puedo permitirme no ofrecer únicamente mis mejores momentos". Todo discurría lentísimo en una reedición de la 'La dolce vita' en la que muchos de los actores que aterrizaron a finales de verano no empezaron a trabajar hasta Navidad. "En 10 meses", confesó en una ocasión Carroll O'Connor (un senador en la película), "sólo trabajé 17 días". Mientras, con todos los gastos pagados en los más caros hoteles de la ciudad eterna, 'Cleopatra' se convertía en leyenda; el mito del 'dolce far niente'. Los gastos de disparaban entre errores graves (una mina de la guerra hizo saltar por los aires un decorado) y un ambiente, digamos humano, entre la laxitud y la simple indolencia. "Todo el mundo tenía la sensación de estar en el sitio oportuno en el momento justo", comentó el actor Jean Marsch. "Fellini estaba por allí. No me extraña que entre tanto delirio de extras, lujo y disfraces orientales surgiera el más delirante de los romances". Y así fue.
Taylor y Burton filmaron su primera escena juntos en enero. "Quiero que sepa", le dijo unos días después Mankiewicz a Wanger, "que Liz y Dick no están sólo interpretando a Marco Antonio y Cleopatra. Estamos sentados sobre un volcán". Y entonces se desencadenó todo lo que vino después. Sybill, la abnegada esposa que ya había pasado por algo parecido, y Fisher, el esposo ultrajado, hicieron lo que pudieron por mantenerse al margen y completamente sordos al secreto peor guardado de la historia del cine. Hasta que huyeron de Roma y los rumores adquirieron la grave y pesada consistencia de lo inevitable.
El primer intento de suicidio (luego desmentido) de Liz llegaría en febrero. A medida que avanzaba la producción, el vaticino del director se hacía algo más cierto. Las erupciones del volcán cada vez eran más violentas. No sólo interpretaban sus papeles, sino que lo hacían tan entregadamente que acabaron confundiéndose, en un clima extraño, dulce y desenfocado, con ellos. El día que Burton, incapaz de aceptar la monogamia como opción, declaraba a la prensa que no dejaría a Sybil coincidió con el día que se rodaba el momento en el que Antonio regresa a Roma para encontrarse con su otra mujer, Octavia. El guión describía como Cleopatra entraba en las habitaciones de su amor daga en pùño. La realidad y la ficción se daban la mano de tal modo que acabó rota. Nos referimos a la mano de Liz convertida de forma indeleble en una Cleopatra humillada o al revés.
La empezó a rodar Rouben Mamoulian el 28 de septiembre de 1960 y la acabó, 29 meses después, en febrero de 1963, Joseph Mankiewicz
El resto, hasta hoy mismo (aún quedan autobiografías por ver la luz) es un laberinto de anécdotas, peleas y retrasos que se pierde entre el tráfago de memorias, diarios, apuntes, entrevistas o declaraciones. Y en el centro, 'Le scandale'. Entre abril y mayo de 1962, las noticias del romance más grande del siglo ocupó más espacio en los periódicos que la tensiones entre las potencias mundiales que acabarían en la crisis de los misiles de Cuba. El Vaticano, a través de 'L'Osservatore Romano', escribió una carta abierta a la actriz solicitándola recato en su "erótico vagabundeo entre hombres". Hasta un congresista solicitó que se le denegara a la pareja permiso para pisar suelo norteamericano. Y en medio, el vuelo al fondo de un paparazzo que se despeñó desde 30 metros en un acantalido de Capri. Todo por atrapar apenas una pavesa del gran incendio.
En mayo, por fin, se rodó el suicidio de Cleopatra envenenada por los colmillos de una serpiente. Los ejecutivos de la Fox no quisieron oír más. Con esa escena filmada, la película y, lo más importe, la película montada alrededor de la película, se podía por fin dar por concluida. Días después, el 23 de junio, se concluía definitivamente la aventura italiana de 'Cleopatra'. Habría de todas formas dos oportunidades más para seguir dilapidando dinero. El equipo aún sufriría varías jornadas de un rodaje aún más caótico en Egipto y un último esfuerzo en Almería, en febrero de 1963, para pulir y dar sentido a las desconexas escenas de combate. Ya sólo quedaba una última batalla más: la del montaje. De las cinco horas y 20 minutos del director, de las que debería estrenarse dos películas una para Cleopatra y Julio César y otra para la faraona y Marco Antonio, el genial despropósito quedó en los 243 minutos definitivos. De tirón. Al fin y al cabo, como dijo uno de los productores: ¿a quién le importa lo que Liz haga con César?
Desde un punto de vista económico, el delirio, al final, no salió tan mal. Tampoco bien. Pese al pánico y pese a todo, se calcula que la película llegó a ese punto en el que respiran los productores cuando se vendieron los derechos de emisión a la televisión. La taquilla no fue suficiente. Pero nadie quedó indemne. Mankiewicz no volvería jamás a ser el que fue. «La película le marcó de por vida, acabó con su salud y agotó su talento», declaró su mujer. "Pasó los 21 últimos años de su existencia buscando razones para seguir trabajando", añadió su hijo Tom. La pareja formada por Burton y Taylor llegaría a casarse (dos veces para ser precisos), pero sus filmografías no consiguieron sobreponerse a las mareas de sus propias vidas. Y Wanger, el productor, jamás volvería al cine.
Hollywood había cambiado; el mundo había descubierto el placer dulce de la sangre fresca; el gozo alborotado del escándalo; el poder del papel cuché.